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El denunciante
El Espectador también eligió al senador Gustavo Petro como uno de los doce personajes del año. "No hay duda: la ola que sacude al país político, y que amenaza con golpear empresarios, altos funcionarios y aun militares, nace en las denuncias que el senador Gustavo Petro hizo contra el señor Salvador Arana", asegura el semanario.

Gustavo Petro
Sábado 9 de diciembre de 2006

No hay duda: la ola que sacude al país político, y que amenaza con golpear empresarios, altos funcionarios y aun militares, nace en las denuncias que el senador Gustavo Petro hizo contra el señor Salvador Arana, ex gobernador de Sucre y en ese momento embajador de Colombia ante Chile.

Lo acusó de ser el ordenador -palabra que se pondrá cada día más de moda- del asesinato del alcalde de El Roble, un hombre valiente que en un Consejo Comunal, frente al Presidente de la República había señalado con nombres propios a sus homicidas. Una clásica muerte anunciada como la que cuenta Gabo, precisamente en Sucre.

Sobraría decir que el Presidente salió con cualquier frase y al hombre lo mataron. Y Petro brincó, denunciando el crimen, la participación del Estado por omisión y la indiferencia de los ciudadanos, a quienes ante la recurrencia diaria, muerte más, muerte menos, ya no los trasnochaba.

El Presidente salió airado a la defensa del asesino. Los medios pasaron agachados, y el caso parecía cerrarse. Hasta que el chofer que había sido de los pararamilitares hizo el mapa completo de la red que paramilitares, narcotraficantes, terratenientes y políticos y oficiales de la Armada Nacional tenían montada en Sucre para su propio beneficio. Petro quedó reivindicado por los hechos. Quizás hasta el realismo mágico de Gabo le ayudó a desafiar la Doctrina Osorio, el ex fiscal que archivó las acusaciones contra uno de los socios de Arana, el senador García “porque un hombre tan decente no podía ser un delincuente”. Hoy Álvaro García, alias ‘El Gordo’, encabeza el llamado proceso 8.000 de los paras.

Petro es un lector obsesivo de Gabo. Lo es desde cuando descubrió que el autor de Cien Años de Soledad había sido alumno del mismo colegio donde él estudiaba en Zipaquirá. Más aún, su primer ‘operativo’ consistió en meterse en el sótano del colegio -regentado por los Hermanos Cristianos- a desempolvar el mosaico donde aparecía la foto de García Márquez. Una reivindicación que lo puso al borde de ser expulsado. Pero que, a la vez, lo hizo conocer no sólo en el claustro sino en el pueblo, que a pesar de la melancolía sabanera que lo envuelve y ese olor permanente a socavón de mina, es un pueblo rebelde.

La explotación de la sal permitió la creación de sindicatos obreros que contagiaban a los trabajadores de empresas que fueron estableciendo para aprovechar el mineral. Y ese fue el caldo de cultivo que cautivó a Petro. Porque era también un bolivariano obsesivo y no oculta que tuvo en su momento sueños de grandeza. Que se comenzaron a realizar cuando le robaron las elecciones a Rojas Pinilla, y la Plaza de Bolívar de Zipa se volvió un hervidero casi insurreccional.

Allí se echó su primer discurso público. La gente lo reconoció desde entonces y desde entonces lo defiende. Estudió algo de marxismo clásico, pero hoy confiesa que esa materia poco le enseñaba sobre la suerte diaria de un pueblo no sólo explotado, sino permanentemente engañado. Estas fuerzas sociales e intelectuales cruzadas lo llevaron a la Anapo Socialista, creada a raíz del robo electoral del 19 de abril, el M-19.

Tenía otro entronque con el Eme: Gustavo es también costeño, como lo era el flaco Bateman, pero nacido en Ciénaga de Oro, en el departamento de Córdoba, tierra de campesinos colonizada por finqueros paisas a garrote. Pero también tierra de Vicente Ádamo, el ‘Boche’, Julia Campos y todos esos dirigentes campesinos de los años 20, que Orlando Fals Borda rescató del olvido. Ádamo era anarcosindicalista italiano y quizá llegó a la costa en el mismo barco que el bisabuelo de Petro, un apellido italiano. Así que material de pelea no le faltaba al joven Gustavo.

Cuando el M-19 se robó las armas del Cantón Norte, en diciembre del 80, Petro se enteró por la prensa. Pero unos días más tarde, llegaron entre carbón unos fusiles viejos que él ayudo a esconder en un lote suburbano, donde tenía seguidores y peleaba para resolverles el problema de la vivienda. Fue un encarte, dice hoy, que le comenzó a hacer sentir la brecha entre lo militar y lo político. Era más importante invadir el lote de una hacienda lechera que guardar unos fierros oxidados.

Pero en política casi nunca se puede hacer lo que se piensa, porque esa corriente tiene su propia inercia y el Eme, después de un acercamiento a un acuerdo de paz con Belisario, frustrado por la violación permanente hecha por el Ejército, da uno de los pasos más aventureros de su historia: la toma del Palacio de Justicia.

Mientras ardía el Palacio, Petro seguía con sus destechados de Zipaquirá y hacía pactos con los ricos del pueblo para que se asociaran a los planes de vivienda que proponía. La ola de brutalidad represiva que desató la retoma del Ejército -asesinato de magistrados, desaparición de empleados de la cafetería- se extendió por todo el país. Los militares querían no sólo castigar, sino esconder.

Y claro, la fiera llegó a Zipa. Petro hizo un socavón y se fue a vivir ahí. Lo sacó de las mechas un soldado, que años más tarde le contaría que llevaba la orden de matarlo, pero que había sido incapaz, al verlo tan joven. Fue torturado, estuvo preso en seis cárceles y un día salió sin saber para dónde coger, hasta que redescubrió que la Anapo estaba viva y se puso a recorrer a Cundinamarca buscando votos.

Eran los días en que caían asesinados todos los días dirigentes y simples miembros de la Unión Patriótica, víctimas de un pacto entre los políticos, los narcotraficantes y los militares activos. El mismo eje que tiene hoy arrodillado al país y que Petro desde entonces denuncia como la fuerza antidemocrática más poderosa. Una fuerza que tiraba a matar a todo el que no gravitara en su proyecto político, que -hoy se sabe- es viejo y tiene nombres propios.

No era un recurso de legítima defensa sino un proyecto político que buscaba atravesarse -de nuevo a sangre y fuego, como había parado las reformas liberales del 36- en la aspiración nacional a una nueva Constitución. Luis Carlos Galán, Álvaro Gómez y Carlos Pizarro vieron lo que se le venía al país encima con ese eje y quisieron derrotarlo legalmente. Fueron asesinados, todos por la misma larga mano que salía de las oficinas del Estado y de los clubes sociales.

Petro creyó en ese momento que no había salida distinta a enfrentar armas y cogió el camino del monte. Paró en el Tolima, en la Cordillera Central y, según confiesa, ese frente no hacía más que subir y bajar montañas. Hasta que se acantonaron en Santo Domingo, una tediosa espera para entregar las armas y volver a hacer política.

El Eme, dice Petro, entregó las armas sin haber ajustado cuentas con todo tipo de violencia. Más aún, sin haber usado la Constituyente para hacer un juicio radical e histórico a las armas, a todas. Quizás esa pela habría evitado el desangre posterior y la ventaja que con las armas, la coca y la política lograron sacar los enemigos de la democracia, y poner hoy a la Constitución del 91 contra la pared.

No se hizo por miedo -justificado- o por ambición -injustificada-. No se hizo, dice Petro, pero se puede hacer. Lo demuestran las denuncias contra los políticos de Sucre, que hoy alcanzan a la tríada siniestra en Cesar, Magdalena, Bolívar, Córdoba, y que inevitablemente llegarán a Antioquia, al Valle y a Bogotá. Salvo que otra ola de sangre, como la que puede estar detrás de la crisis entre paramilitares y gobierno, trate de repetir el esquema que en el pasado les dio tan positivos resultados para sus bolsillos.

Petro piensa que lo que en el fondo hay es el enfrentamiento entre dos poderosas fuerzas: la que defiende la Constitución del 91 y la que trata de anularla. Petro puede estar destinado a encabezar la primera.

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